Éramos tres estudiantes viviendo en un piso en una casa casi en ruinas en Sevilla. Año 82, mundial de naranjito. Como correspondía a la época, llevábamos el pelo largo y fumábamos porros. Alguien me regaló una semilla de marihuana y como la casa tenía una preciosa azotea sevillana, la planté en una maceta.
La planta brotó y las pocas vecinas que subían a la azotea (nuestro piso era el último, la casa no tenía ascensor y el vecindario estaba muy envejecido) estaban encantadas con ella y me pedían esquejes para plantarla en sus balcones. Yo me negaba como podía, diciéndoles que esa planta no se reproducía por esquejes y que esperaran a que diera semillas.
Siguió creciendo. Se hizo apetitosa para vencejos, aviones y golondrinas que la devoraron casi por completo. Encontré una jaula de perdices en la basura y la protegí de los ataques aéreos.
Acabó el curso y tuvimos que volver a las ciudades de origen. Mi madre vino con su coche a hacer la mudanza y le encantó la planta, que ya tenía un porte considerable. A sus preguntas, respondí que era cáñamo. Lo que no era del todo mentira.
Un par de días más tarde, mi muy enfadada madre me enfrentó afirmando que le había mentido y que la planta era droga. Me defendí como pude diciendo que sí, que era marihuana, pero que era una planta macho y no drogaba.
Pasaron unos cuantos días. Fui a ver la planta a la terraza donde vivía y noté que había sido brutalmente talada en la parte superior, allí donde se producían los cogollos más interesantes. Interrogada mi progenitora, respondió tranquilamente que la había cortado para que creciera a lo ancho y se pusiera “más bonita”. Y que como la planta no “colocaba” que no tenía porqué preocuparme. Punto grande para mi madre.
Que le hizo perder la naturaleza porque la planta ensanchó, sí. Mucho. Pero sorprendentemente, se llenó de cogollos. Era un espectáculo verla, el paraíso para un jipi jovencito al que le coincidía la época de la cosecha con su cumpleaños.
Tres días antes de mi cumpleaños. Mis padres se van el fin de semana. Me levanto con la intención de cortar la planta, secarla y desmenuzarla para la fiesta que ya tenía planeada con mis amigos. Abro la puerta de la terraza y me encuentro sólo el tallo con dos hojas al final.
Pienso de todo. No puede haber sido mi madre, no habría hecho eso ni habría dejado los restos. Miro hacia atrás y veo a mi perro tumbado en el sofá, con los ojos vueltos y babeando una pasta verdosa. Del color de la marihuana.
Enfurecido, le di una paliza. No se enteró. Cuando quiso bajarse del sofá, le fallaron las patas y rodó al suelo. Tuve que bajarlo a mear tres días en brazos porque era incapaz de andar.
La culpa fue de mis amigos, que cuando fumábamos le echaban el humo al perro como una gracieta y, al parecer, se había enganchado.
Y así fue como la planta que había sobrevivido a mis vecinas, a los pájaros y a mi madre, no sobrevivió a mi perro y la pandilla nos quedamos sin la gloriosa fiesta de cumpleaños que nos prometíamos.